sábado, 28 de noviembre de 2020

De la limosna a la justicia

 

LA DESIGUALDAD COMO CONSECUENCIA DE LA CODICIA Y LA CORRUPCIÓN

 Hay determinadas épocas del año, especialmente el tiempo navideño que se aproxima, en las que nos volvemos más generosos y benevolentes y, por tanto, más predispuestos a la caridad, tanto la cercana como la que solicitan las ONG que aprovechan el momento para intensificar sus campañas. La frecuente presencia de activistas callejeros de estas organizaciones nos invita al apoyo económico de todo tipo de causas humanitarias.


En principio parecería muy loable sustentar proyectos solidarios, realizar apadrinamientos, incorporarse al voluntariado… de no ser porque no suelen preguntarse las causas que han conducido a este perfil desigual entre países, regiones e incluso barrios de la misma ciudad. Por qué por nacer en determinadas zonas se corre diferente suerte. Hacer caridad (utilizaremos este término para referirnos a aquellos apoyos que no cuestionan la raíz del problema) puede parecer la mejor opción para aliviar las necesidades inmediatas de nuestros semejantes, sin embargo su alcance queda muy limitado si no realizamos el esfuerzo de cuestionar la desigualdad.

Utilizamos habitualmente el término pobre para referirnos a los países y áreas menos favorecidas del planeta, aunque el término adecuado sea el de empobrecido. Algunos de los Estados habitualmente incluidos en las posiciones más bajas de la lista de desarrollo son inmensamente ricos si atendemos a los recursos naturales, sean de su subsuelo o de su superficie. Ha sido la codicia de los países occidentales (es decir, enriquecidos) unida a la corrupción de las élites locales lo que ha sumido a los pueblos en la miseria, ante la mirada indiferente o cómplice de los países del Norte. En estos casos, trasladarles limosnas o contribuir a pequeños proyectos arregla muy poco porque las necesidades son mucho mayores y porque se precisan soluciones definitivas. Y lo peor es que puede dejar tranquilizadas muchas conciencias que no han sabido o querido llegar hasta la raíz de la desigualdad.

Pensemos en el caso de Haití y en general de los países centroamericanos, arrasados una y otra vez por desastres naturales y donde las ONG (y con ellas el apoyo de la sociedad civil de los países desarrollados) se han volcado detrás de cada suceso. ¿Se ha logrado mejorar la situación? Quizás para lo más inmediato (tiendas de campaña, mantas, alimentos) y con muchos matices, porque no siempre se ha garantizado la distribución ni la seguridad. Sin embargo, hasta que por parte de las Naciones Unidas, los gobiernos y otros organismos internacionales no exista una voluntad decidida de realizar construcciones sólidas y canalizar el agua dentro de un plan urbanístico digno, no habrá una solución definitiva. Porque no se remedia con pequeñas aportaciones particulares sino con un porcentaje significativo (recuérdese el 0,7% del PIB al que se comprometieron los gobiernos en la Cumbre de Estocolmo de 1972) que permita impulsar verdaderos proyectos de desarrollo sostenible.

Auténtica solidaridad

Mientras la solidaridad quede restringida a opciones personales, el sistema dormirá tranquilo pues verá cómo los pobres que genera tienen quién les socorra y además sin cuestionar el por qué de la pobreza. Hoy, que disponemos de información abundante sobre la situación en el mundo, es el momento de interrogarnos honestamente por la raíz de las diferencias sociales. No será difícil encontrar, junto a la corrupción, un comercio desigual que fija los precios de las materias primas lejos de los países de origen, que coloca barreras y aranceles a sus exportaciones, que les impone monocultivos y destruye su diversidad y recursos, que retiene las patentes o que traslada fábricas a los países del Sur para pagar salarios ínfimos e imponer duras condiciones de trabajo. Una voluntad decidida de terminar con la pobreza llevaría a generar unas condiciones de intercambio justas, la reducción/supresión de su deuda y la restitución de nuestros saqueos coloniales y postcoloniales. La aplicación del 0,7% (que hasta la fecha sólo cuatro países llevan a cabo) y las tasas a las transacciones financieras y especulativas (Tasa Tobin) podrían ayudar a disponer de cantidades suficientes para acometer, junto a adecuados planes de formación, definitivos proyectos de desarrollo integral.

La erradicación de la pobreza debe ser hoy la principal tarea para todo hombre o mujer de buena voluntad. Es un problema político y la tarea, por tanto, será la de apoyar a organismos y programas cuyo eje sea la justicia. Hoy sí sabemos cómo se puede terminar con la pobreza (cosa que no siempre fue posible), tenemos recursos y tecnología y lo único que falta es voluntad. Tengámoslo en cuenta cuando ejercitemos nuestro voto pues no todas las opciones son iguales: votemos a quien, decididamente, se comprometa con la erradicación de la pobreza. Nuestras nuevas autovías y trenes de alta velocidad pueden esperar y buena parte de los gastos militares y otras subvenciones inútiles podrían tener mejor destino.

Y paralelamente extendamos una cultura de auténtica solidaridad con los desfavorecidos. Las ayudas inmediatas pueden resultar necesarias en algunas ocasiones pero que no empañen el problema de fondo, el establecimiento de mayores cotas de justicia que nos hagan más dignos y refuercen la fraternidad entre las personas y los pueblos.

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