jueves, 26 de marzo de 2020




Un niño refugiado, perdido en Lesbos

VERGÜENZA Y BARBARIE

Ese niño afgano forma parte de ese río de seres humanos que huyen de las guerras, y nos hace ver en estos días de infamia la peor cara de Europa.


La escena parece anodina, intrascendente, pero es atroz, aunque de nuevo se olvidará, como otras semejantes y más terribles: cuatro policías antidisturbios griegos detienen a un niño refugiado en Lesbos. El niño está solo, en el puerto de la isla, sin sus padres, ante la barrera que forman los antidisturbios: tal vez se ha perdido, y mira indefenso a los policías con una mirada triste, desamparada, mientras al otro lado del puerto la gente y los vehículos circulan ajenos a la vergüenza y la barbarie. Es apenas un video de cinco segundos, y lo ha compartido un periodista italiano, Cosimo Caridi.

Ese niño afgano forma parte de ese río de seres humanos que huyen de las guerras, y nos hace ver en estos días de infamia la peor cara de Europa, el rostro del fascismo, de los matones de extrema derecha que bloquean carreteras en Lesbos y en otras localidades griegas, que persiguen a pobres refugiados que no tienen nada, que organizan batidas para cazar a personas indefensas, que insultan (“vete a tu país, zorra”, ha podido escucharse), que hostigan y atacan a voluntarios de organismos humanitarios que sólo pretenden poner algo de humanidad en la desgracia, que pegan a los periodistas porque el fascismo no quiere testigos de su crueldad.
Esos grupos de fascistas son los aguerridos soldados de la peor Grecia y la más vil Europa, pero no están solos, están acompañados por la xenofobia insultante de ciudadanos que prefieren no ver la infamia, que cierran los ojos ante la desdicha de tantas personas que escapan de la guerra porque quieren salvar a sus hijos, que huyen de la miseria creada por las guerras impuestas por Estados Unidos y sus aliados. Esos fascistas están acompañados también por quienes prefieren ignorar el dolor ajeno, por quienes consideran a los refugiados apenas una grave molestia, una desgracia a la que Europa no puede hacer frente porque tiene otras urgencias: así se extiende el veneno de la xenofobia, de la falta de humanidad, del nacionalismo y del miedo, de la indiferencia. En otro tiempo, ciudadanos semejantes se acostumbraron a ver a otros refugiados como montones de excrementos, como gente que podía ser conducida en vagones de ganado. Aunque lo niegue, también el gobierno griego acompaña a esos grupos de extrema derecha, porque ha sido capaz de ordenar a sus policías que lancen gases lacrimógenos contra familias confinadas entre el barro y la indiferencia de Europa. Esos fascistas están acompañados también por el cinismo y la cobardía de Erdogan, que sigue azuzando la guerra en Siria, mientras utiliza a los refugiados para sus cálculos de gobernante sin escrúpulos. Están acompañados, además, por los responsables de la Unión Europea, capaces de correr a Atenas para mostrar su apoyo al gobierno de Mitsotakis, un gobierno que maltrata y cierra las puertas de Europa a los refugiados, sin que Bruselas sepa adoptar decisiones para detener el sufrimiento: la Unión Europea es capaz de financiar al gobierno turco, y a la guardia costera libia que roba y trafica con refugiados convertidos en esclavos, y lo hace para levantar una barrera y detener a quienes sufren, a quienes encuentran la muerte en las fronteras de Europa.

Hay que asediar a los gobiernos europeos, hay exigir a las instituciones que contribuyan a detener el sufrimiento de los refugiados, hay que movilizar a partidos políticos y sindicatos; hay que reclamar a la Unión Europea que ponga en práctica esa solidaridad que nos hace humanos y que con tanta frecuencia olvida. Hay que gritar ante las sedes gubernamentales y los ministerios para atajar esta vergüenza, para que no se repitan las escenas de las deportaciones y los campos donde encerraron a los refugiados españoles tras la guerra civil; hay que gritar para no encontrar de nuevo a los miles de judíos alemanes que agruparon en Zbaszyn, en la frontera polaca para su deportación en los días siniestros de Hitler, en esos años que hoy nos avergüenzan. Hay que levantar un clamor unánime por ese niño perdido en Lesbos.

Tal vez los responsables de la Unión Europea y los gobiernos de cada país crean que no pueden abrirse las fronteras, pero la decencia humana nos obliga a exigírselo. El niño afgano perdido en Lesbos nos mirará siempre, y su mirada nos interrogará, preguntándonos qué hicimos para detener esta barbarie, esta falta de humanidad, esta vergüenza que debería hacernos detener el mundo.


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