La forma del agua
Con cada cambio de
gobierno se propone un nuevo sistema educativo en el que cristaliza su ideario,
su visión del país y su proyecto de futuro.
Con cada cambio de gobierno se propone un nuevo sistema
educativo en el que cristaliza su ideario, su visión del país y su proyecto de
futuro. Sus frases hechas y su modelo de economía. Así, algunos planes
educativos parecen diseñados por cofrades; otros se empeñan en importar
experimentos árticos y pizarras electrónicas; algunos desprestigian la memoria;
otros se suben a una tarima para elogiar autoridad y esfuerzo por encima del
juego o la creatividad. En este marasmo me gustaría compartir algunas preguntas
porque en las aulas se concentran, como el rayo a través de la lupa, las
contradicciones de la sociedad en que vivimos: las violencias, expresadas como
desigualdad y como rencor frente a las desigualdades, y también la
hiperprotección, las burbujas y los cuartos acolchados que aspiran a atenuar
esas violencias.
En la práctica docente se
activan nuestras contradicciones respecto a lo particular y lo común, y se
plantea la duda sobre si la educación debería personalizarse según las
necesidades del alumnado (¿clientes?), su capacidad y su esfuerzo, o debería
garantizarse un término medio a partir del cual unos escalen y otros busquen
autónomamente listones más sublimes. En el ámbito educativo se radicalizan las
diferencias de clase: ciertas familias pagan profesores particulares o viajes
para aprender idiomas, frente a otras cuya prole llega al aula cansada o hambrienta,
y no logra comprender la teoría de conjuntos. La escuela pública se transforma
en un nido asistencial mientras la brecha de la desigualdad se agranda en las
universidades privadas del emprendimiento, los foros de debate, el liderazgo y
las consultas online. En el ámbito educativo se radicalizan las diferencias
innatas —el coeficiente intelectual— y las adquiridas —una determinada
predisposición al conocimiento y la cultura—: el género se coloca a los dos
lados de la ecuación.
Pero ¿cuál es la
finalidad última de las escuelas, institutos y universidades? ¿Formar una
ciudadanía resiliente capaz de responder a las exigencias de un mercado laboral
en transformación por efecto de las crisis capitalistas o la robótica?, ¿o
acaso la finalidad de las escuelas pasaría más bien por desarrollar el sentido
crítico de un alumnado que, con su mirada resistente, formule propuestas para
la construcción de una sociedad y un mundo mejores? Ahí radica el dilema entre
las finanzas o el latín en los planes curriculares. Pantallas líquidas o
caligrafía. Cuentos de hadas censurados o potenciación de estrategias de
lectura crítica. Historia o actualidad. Patinaje o buceo. A menudo las opciones
se excluyen, y hemos de decidir si queremos ser el agua que se adapta al
recipiente o transformarnos en torrentera que redibuje el cauce. Pensar si nos
gusta el recipiente y si apoyamos un modelo adaptativo o transformador. Decidir
si todo lo transformador se vincula a la innovación tecnológica y si queremos
criaturas que acaricien vacas en el campo o criaturas que, como escribe
Remedios Zafra, intenten ampliar la imagen de una vaca deslizando los dedos
sobre el vidrio de la ventanilla de un coche. Sería tan estúpido desechar
ciertas innovaciones como excluir de la educación métodos analógicos
irrenunciables.
Hablo, por supuesto,
desde la perspectiva de una enseñanza pública donde el profesorado reciba
salarios que dignifiquen su oficio en una sociedad que seguirá siendo
capitalista ad nauseam: las reformas educativas y los nuevos planes curriculares
apuntan en esa dirección.
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