RENTA BASICA
“No
soy un cliente, ni un consumidor, ni un usuario del servicio. No soy un gandul,
ni un mendigo ni un ladrón. (…) Me llamo Daniel Blake, soy una persona, no un
perro, y como tal exijo mis derechos. Yo, Daniel Blake, soy un ciudadano, nada
más y nada menos”.
Yo, Daniel Blake (Ken Loach)
Yo, Daniel Blake es
una de las últimas películas de Ken Loach. En ella se cuenta la historia de un
carpintero inglés de 59 años que se ve obligado a recurrir a la asistencia
social. Pese a que el médico le ha prohibido trabajar, la administración
considera que no reúne los requisitos para acceder a las ayudas sociales. La
película narra el calvario burocrático de Daniel Blake y también el de Katie,
una madre soltera que cría a sus dos hijos al tiempo que intenta abrirse camino
con trabajos temporales. Ken Loach retrata con sutileza y sensibilidad la
urdimbre kafkiana que oprime a quienes sufren el paro, la pobreza o la
precariedad.
Pero si alguien piensa
que la dura semblanza que traza el director de cine inglés es privativa de la
Inglaterra de Margaret Thatcher o de Tony Blair sencillamente desconoce en qué
país vive. Por eso sorprende la esquizofrenia de algunos dirigentes de la izquierda
española, vieja y nueva, avezados en emocionarse con relatos como los de Ken
Loach pero incapaces de discernir algunos de los mecanismos más elementales del
sometimiento que escarnecen a los Daniel Blakes y Katies de nuestros barrios.
Las rentas mínimas de
inserción constituyen una de las piezas centrales que atrapa a los más humildes
en la tela de araña de la precariedad.
La dilación, el control social, la
arbitrariedad, la estigmatización, el clientelismo son algunas de las
características consustanciales a todas ellas. Los informes del Defensor del
Pueblo lo constatan año tras año: “Se siguen recibiendo de forma periódica
quejas relativas a la tramitación de solicitudes de rentas mínimas y a su
gestión”, señala el último de ellos. El toreo en la tramitación, el silencio
administrativo, la paralización de los expedientes, la suspensión cautelar, e
incluso el extravío de las solicitudes son algunas de las innovadoras prácticas
que acompañan la gestión cotidiana de las rentas mínimas. En Madrid, como refleja
el Defensor del Pueblo, “el plazo medio de resolución es de 204 días”. En
Extremadura, entre 2013 y 2015, 14.000 solicitudes no llegaron siquiera a ser
valoradas. La criba de pobres nunca termina: un día los descartados son los
solteros y al día siguiente quienes tienen estudios universitarios o quienes
han sido autónomos o aquellos que disfrutan el imperdonable privilegio de ser
contratados por un mes…
La purga acaba dando
sus resultados. La Asociación de directores y gerentes de Servicios Sociales lo
ponía de manifiesto hace unos meses: las rentas mínimas solo cubren al 7’6% de
la población que en España vive por debajo del umbral de la pobreza. “Una
carrera de obstáculos humillante para las familias”, concluye la asociación
Barrios Ignorados describiendo la renta mínima de Andalucía. “Este delirio
restrictivo sería ridículo si tal imprudencia no causase tanto y tanto dolor”,
señala por su parte el colectivo madrileño RMI Tu Derecho.
Pero que nadie se
despiste. No es que las rentas mínimas no funcionen bien. Al contrario, cumplen
a la perfección la función para la que han sido pensadas. “Con la Renta Mínima
de Inserción hemos creado una clase social”, afirmaba presuntuoso, allá por
1996, Claude Girard en la Asamblea Nacional de Francia, el país pionero del
dispositivo. Ahí reside el cometido principal de esa herramienta: las rentas
mínimas representan la economía de la miseria, la aporofobia
institucionalizada. Nacieron con la expansión del neoliberalismo para servir a
uno de sus principales objetivos, el de la destrucción de la clase trabajadora
como sujeto de transformación y, en su lugar, la exaltación y naturalización de
dos conceptos, clase media y exclusión social. “Un colectivo disfuncional y
excluido en lo más bajo y luego el feliz resto de todos nosotros”, como
escribía Owen Jones de modo irónico refiriéndose a la demonización de la clase
obrera en Inglaterra. Construir la reserva india de pobres, alimentar el
espantajo del subproletariado, el fantasma de los barrios conflictivos y de las
clases peligrosas, los canis y las chonis poligoneras, todas las caricaturas
útiles para levantar el gran muro de división en el interior de la clase
trabajadora.
Desde hace unas
semanas el Gobierno viene anunciando un Ingreso Mínimo Vital, “una renta mínima
de urgencia que aplicará de manera gradual”, en palabras del ministro José Luis
Escrivá. Es alucinante que, en medio del desastre social que se avecina, la
idea principal que se le ocurra al gobierno para atender a los millones de
personas que van a quedarse a la intemperie sea seguir con la papilla indigesta
de las rentas mínimas de inserción.
Como es sabido,
Escrivá procede de la AIREF (Autoridad Independiente de Responsabilidad
Fiscal), un organismo creado en 2013 por iniciativa de la Unión Europea, “cuya
misión es garantizar el cumplimiento efectivo por las Administraciones Públicas
del principio de estabilidad presupuestaria previsto en el artículo 135 de la
Constitución Española”, o sea para velar por los intereses de la banca y de la
Troika.
La propuesta de renta
mínima que baraja el gobierno, según se deduce de las declaraciones de sus
miembros, emana del estudio que la AIREF publicó en junio de 2019. El texto en
cuestión atufa a neoliberalismo por los cuatro costados. Por lo que se ve hay
que “reducir el riesgo de fraude” –ya se sabe que los pobres son muy
ladronzuelos-, no pasarse de generosos en sus cuantías porque “desincentivan la
participación en el mercado laboral” –ya se sabe que los pobres lo que no
quieren es currar-, y tener cuidado con el “riesgo del efecto llamada” –son
como mosquitos, en cuanto lo huelen acuden a la miel de la subvención pública.
Pero, sobre todo, hay que mirar que sea barata, ya que la propuesta que hacía
la ILP de los sindicatos “presenta un elevado coste fiscal”.
430 euros. Esa es la
cuantía por beneficiario que viene defendiendo el señor ministro. O lo que es
lo mismo, el 80% del IPREM, un indicador que se creó en 2004 para desvincular
las ayudas públicas (subsidios de desempleo, becas, acceso a viviendas
sociales, etc) del Salario Mínimo Interprofesional y cuya cantidad, ojo al
dato, lleva congelada desde hace 10 años. No sería mala idea que Escrivá o
cualquiera de sus colegas probara un año a vivir con 430 euros, contribuyendo
así a garantizar la estabilidad presupuestaria.
En cuanto al coste
total de la nueva renta mínima de inversión el ministro ha mencionado la
cantidad de 3.500 millones de euros, cifra que se sitúa muy por debajo de lo
que contemplaban los programas electorales tanto del PSOE como de Unidas
Podemos.
Si en un país con más
de 12 millones de personas por debajo del umbral de la pobreza -entre ellos el
14% de quienes tienen trabajo- esta propuesta de la AIREF ya era un
despropósito, tras la irrupción del COVID-19, de llevarse adelante,
constituiría directamente una infamia.
La renta básica, una vacuna contra la precariedad
Dos
corazones a un tiempo
Están puestos en balanza.
Uno pidiendo justicia
Y otro pidiendo venganza.
(Camarón de la Isla)
No es tiempo de
rutinas. Un mundo nuevo, una gran transformación viene de camino, titubeando
entre el miedo y la esperanza. El coronavirus es “la gran pandemia del
neoliberalismo, una enfermedad que marca un punto de no retorno –como la peste
negra marcó el final del feudalismo” (Mario Espinoza). Una crisis histórica se
ha desvelado definitivamente, ahondando las contradicciones y abriendo un
tiempo nuevo.
Nos hablaron de la
globalización feliz, del fin de la historia, del matrimonio modélico entre
capitalismo y democracia representativa. “Es más fácil imaginar el fin del
mundo que el fin del capitalismo”, sentenció Fredric Jameson. Pero aquella
impotencia también está ahora saltando por los aires. ¿Cómo salir de esta
espiral de confinamiento, apatía, miedo e incertidumbre generalizada que no
sabemos ni cuánto durará ni los efectos devastadores que traerá consigo a
corto, medio y largo plazo?
“El sur de Europa ha
sido la zona cero de las políticas más sádicas después de la crisis financiera
de 2008”, nos recuerda Naomi Klein. No, no podía salir gratis recortar más de
40.000 millones de euros en gasto social. No podía salir gratis contar con
35.000 trabajadores menos desde 2012 en la sanidad pública. Por fin entendemos
el sentido exacto de la palabra austericidio, de las políticas criminales de la
última década. Llueve sobre mojado y el coronavirus se convierte en un
gigantesco abreojos, que interpela al mismo tiempo a nuestro temor y a nuestra
rebeldía.
Los que mandan
intentarán que volvamos a “la normalidad”. A su normalidad, a la normalidad que
garantiza su dominio y adensa nuestra precariedad. Pero no se puede tapar el
sol con un dedo. La conmoción social es de tal envergadura que forzosamente
habrá que elegir por caminos anchos, por alamedas de cambio histórico. Personas
en paro, despedidas, sin ingresos o sin techo, con pensiones o subsidios
miserables, trabajadoras con contratos temporales, subcontratadas, subrogadas,
autónomos, jornaleros, becarios, inmigrantes, empleadas de hogar, vendedores
ambulantes, kellys, limpiadores, riders, gente que se busca la vida haciendo
chapuzas, jóvenes sin futuro, inquilinos, personas enfermas, discapacitadas,
dependientes, desahuciadas, acorraladas por el machismo o la crisis de los
cuidados, la lista sería interminable. Hace mucho tiempo ya que la precariedad
se convirtió en cotidianidad, en elemento regulador y administrador de nuestras
vidas. Queremos escaparnos de las trampas de la pobreza y de la precariedad, de
la soledad y de la competencia permanente. De los embustes del emprendimiento y
de los atajos para trepadores. De la meritocracia y del clientelismo. Del
sálvese quien pueda y de la ley del más fuerte.
Ha llegado la hora de
la renta básica. Lo que hasta ayer se consideraba una utopía se convierte en
sentido común de época, en una de las respuestas inapelables a las necesidades
del nuevo tiempo histórico. La renta básica garantiza unas condiciones
materiales de vida digna y constituye un fondo de resistencia frente a la
explotación laboral. Pero también atesora otra virtud, fundamental en este
momento: es una medida estructural que ayuda a la transición emancipatoria
hacia otro modelo de sociedad.
Para avanzar en esa
línea consideramos que es viable, posible y urgente la implantación inmediata
de una renta básica de cuarentena, individual, incondicional y suficiente por
derecho, para todas aquellas personas que la soliciten, al menos hasta final de
año, conforme a la propuesta impulsada por la Red Renta Básica y la Marea
Básica. La riqueza es de todas y ha de ser repartida, más aún en momentos como
el que estamos viviendo y a la vista del absoluto fracaso de las rentas mínimas
de inserción y los subsidios condicionados.
No hay excusas. La
Declaración de Derechos Humanos (artículo 25) y la Constitución Española
(artículos 10.2, 35, 41, 95 y 96) permiten que la renta básica pueda aplicarse
desde ahora mismo. No necesitamos propaganda, nuevas fábulas fundacionales ni
pactos de palacio. Lo que urge es tomar medidas que protejan realmente al
conjunto de la población. Necesitamos medidas estructurales como la renta básica,
el reparto del trabajo, la banca pública o la intervención en los sectores
estratégicos. O conseguimos que se abran paso la austeridad y la solidaridad o
avanzará la barbarie, la guerra entre los pobres, la manipulación del rencor
social, las nuevas formas de fascismo.
El mundo y nuestro
país van a cambiar. Cuál sea la orientación dependerá de la correlación de
fuerzas, de nuestro coraje e inteligencia. Completemos el camino que abrieron
los movimientos populares en la última década. Renta Básica ya.
*Marta
Sánchez de Ron y Manuel Cañada son miembros de la Marea Básica contra el paro y
la precariedad
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